miércoles, 24 de junio de 2015

Sobre la ciudad de México y sus trazos parisinos extravagantes

“Miré la avenida Álvaro Obregón y me dije:

Voy a guardar intacto el recuerdo de este instante porque todo lo que existe ahora nunca volverá a ser igual. Un día lo veré como las más remota prehistoria. Voy a conservarlo entero porque hoy me enamoré […] ¿Qué va a pasar? No pasará nada. Es imposible que algo suceda. ¿Qué haré? […] Enamorarse sabiendo que todo está perdido y no hay ninguna esperanza.”

José Emilio Pacheco en “Batallas en el desierto”

Podríamos decir que México, tal como lo conocemos, es el resultado de una serie de eventos que influyeron en la formación de su carácter y personalidad. Desde su origen hasta la actualidad, este país ha evolucionado en función de  los conflictos a los que se ha tenido que enfrentar: desde conquistas, matanzas, invasiones, dictaduras hasta abusos de poder.

Estos eventos, cargados de la fuerza de Thanatos, han provocado que el pueblo mexicano utilice la adaptación como único método de supervivencia, cuyas únicas respuestas viables han sido la pelea, la huida y el congelamiento-mimetización. Es decir que múltiples generaciones mexicanas se han visto obligadas a adquirir características de sus abusadores para continuar existiendo en el aquí y en el ahora; tales como las de los españoles, los estadounidenses e inclusive los franceses.

La mimetización, o la apropiación de creencias ajenas, se convirtió entonces en la única opción para sobrevivir en el mundo evolutivo del más fuerte. Esto constituyó una serie de creencias cosmovisuales proyectadas en pensamientos, emociones-sentimientos y conductas casi estéticas.

Tomemos el ejemplo de la influencia francesa en la cultura mexicana. Toda este dominio afrancesado tuvo sus orígenes con el segundo emperador de México, el austriaco Maximiliano y sus tropas de Napoleón III. Sin embargo estos tres años de dominio francés no son bases suficientes para explicar aquellos trazos arquitectónicos, estructurales y hasta vivenciales de nuestros días. Realmente no fue hasta 1876, cuando el futuro dictador Porfirio Díaz tomaría el poder y introduciría el apogeo francés en la altas sociedades del país mexicano.

De acuerdo con Manuel Pereira, el porfiriato (1876-1911) fue una época de mayor influencia francesa en México, donde clase social alta, intelectuales, poetas y modernistas mexicanos solían devorar obras de simbolistas, parnasianos y positivistas de la moda francesa. Mientras tanto, la infraestructura de la ciudad de México adquiría trazos parisinos a diestra y siniestra.

Un ejemplo evidente es la transformación de la antigua Calzada del Emperador, actualmente conocida como Paseo de la Reforma. Este boulevard adquirió su grandiosidad gracias al general Díaz, quien se inspiró en la avenida de Les Champs Elysées de París. Si bien la avenida mexicana no cuenta con arcos triunfales, sí con una serie de monumentos que exornan el urbanismo rectilíneo del paisaje. Entre las cuales se encuentra la columna del Ángel de la Independencia, que guarda similitudes con la columna de Juillet en la plaza de la Bastille: dos pilastras que elevan al cielo dos ángeles dorados.

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Otro ejemplo con suficientes evidencias de la influencia francesa en el país es el Palacio de Bellas Artes, el cual está inspirado en la Ópera de París:

Las semejanzas con el edificio de Garnier no se limitan a la grandilocuente fachada, abarcan también los grupos escultóricos de la explanada. El bailarín que salta con los brazos abiertos nos remite a La danza que en 1867 hizo Carpeaux para la Ópera de París.

Una vez dentro del Palacio, en el vestíbulo, nos asalta esa geometrización de las formas llamada “Art Déco” aderezada con elementos autóctonos: mascarones mayas en acero y cactáceas de bronce que conviven con lámparas de inspiración futurista. Todo allí rezuma estilo Secesión.

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Inclusive podríamos agregar el castillo de Chapultepec, el cual, así como el de Versalles, cuenta con la mejor vista de la ciudad, desde donde se logra apreciar la vida de cientos de individuos en el ir y venir de la zona. Durante su construcción, en tiempos de Maximiliano, se inspiró en la última moda francesa de la época; lo cual produjo que Profirio Díaz deseara amueblarlo con el lujo decorativo francés, muy al estilo de Napoleón III (o el neorococó).

Y por supuesto, no podemos olvidar el metro de la estación de Bellas Artes, al estilo curvilíneo más puro de Guimard de principios del siglo XX. Si bien se trata realmente de un obsequio que el metro de París le brindó al metro de México como respuesta al mural Huichol; acción que reveló una mutua atracción y confidencia mimetizada entre Francia y México, aún a más de un siglo tras Maximiliano y Porfirio Díaz.

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Si bien la presencia cultural francesa no es tan poderosa como antaño, su influencia continúa siendo lo suficientemente fuerte como para que México desee, muy en lo profundo de su existir, revivir toda una serie de tendencias originarias de ese país del primer mundo. Se advierte también en la gastronomía, donde los “cuernitos” se convierten en croissants, las crêpes en creas de huitlacoche,  los múltiples bistrots esparcidos a lo largo y ancho de la ciudad (principalmente en la zona de Condesa, Roma y Polanco).

Es difícil distinguir si, hoy por hoy, los mexicanos eligen mimetizarse con la cultura francesa (agregándole características propias) como un método de supervivencia o mero anhelo a la novedad y al encanto. Sin embargo, la realidad es una avidez de lo idealizado, que, en su momento, se le criticó a Porfirio Díaz en relación con su malinchismo casi absurdo. ¿Quiénes somos para juzgar a aquel emperador o a aquel dictador que nos transmitieron idolatrar al que, según su visión, era el más fuerte?

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