Aunque Rodolfo Zanabria vivió en París y Londres por un tiempo, su obra la realizó prácticamente en nuestra ciudad.
La Galería López Quiroga ubicada en las amplias calles de Polanco se ha caracterizado por elegir siempre obras destacadas de pintores y fotógrafos mexicanos contemporáneos. Esto no excluye a artistas extranjeros, pero sin duda se ha hecho cargo a lo largo de años, desde su fundación en 1980, de dar a conocer y promover una significativa muestra de la pintura abstracta y la fotografía de México. Artistas como Fernando García Ponce, Rodolfo Nieto o Irma Palacios; o fotógrafos como Héctor García, Nacho López (los dos registradores notables de la Ciudad de México) o Graciela Iturbide, forman parte del grupo de artistas de este proyecto.
Como parte de su trabajo, la Galería López Quiroga entendió desde muy pronto que para difundir y vender las obras de sus artistas, era necesario publicar buenos catálogos y libros. Esto produjo una vocación editorial que ha dado colaboraciones entre artistas plásticos y escritores, como es el caso de Francisco Toledo y el poeta Albert Blanco.
Muchos de los artistas en la nómina de la Galería López Quiroga son hoy artistas muy reconocidos. Sin embargo, entre estos, hay algunos menos expuestos a los reflectores, lo que no significa que su obra desmerezca en ningún sentido. Tal es el caso de Rodolfo Zanabria, a quien tuve oportunidad de visitar varias veces en su departamento-taller de la colonia Cuauhtémoc, en la calle de Niágara.
Zanabria nació en Metepec en 1927 y murió en la Ciudad de México en 2004. Aunque vivió en París y Londres por un tiempo, su obra la realizó prácticamente en nuestra ciudad. Cuando lo conocí estaba muy deteriorado por el desgaste de la vida y el esfuerzo de ser consecuente como pintor. El departamento se lo prestaban. Era muy pequeño y estaba atiborrado de ramas, pedazos de cosas, llantas, corcholatas, botellas, muebles rotos y había rastros de pintura azul, roja, negra, blanca y amarilla por todos lados. El único mueble que tenía era una cama individual. Si había que sentarse en algún lado estaba el piso o hasta alguna piedra que había rodado hasta ahí.
En ese momento, entre los años 2001 y 2004 antes de su muerte lo visitaba de vez en cuando. Tenía el proyecto de escribir algo sobre él y le hacía preguntas y él me enseñaba cosas. En ese momento estaba pintando unos cuadros muy sueltos, algo como caligrafías chinas o japonesas pero salvajes y llenas de color, además de hermosas acuarelas que evocaban flores. Me enteré, por contar algo, que había tenido un relación con la importante poeta guatemalteca Eunice Odio, quien le dedicara el cuento El rastro de la mariposa, publicado en la editorial Finisterre en México en 1970. La dedicatoria dice así: “A Rodolfo Zanabria, cuya mariposa, sobre el lecho del mundo, me dio este cuento.” La poeta, según cuentan, era muy linda y produjo la admiración de muchos. Carlos Martínez Rivas, el gran poeta nicaragüense tituló uno de sus poemas con su nombre para tratar de explicarse que era la belleza.
Conmigo Zanabria fue siempre muy atento aunque sé que no fue una persona fácil. Pero conmigo fue generoso. Era un ser humano con una energía electrizante. Le gustaba mucho la Ciudad de México. Salíamos a caminar y platicar y siempre regresaba cargado de cosas. Él me hizo entender que la basura no es basura si uno tiene el ojo para mirar el mundo sin prejuicios y reconocer que hombres han dejado una parte suya en cada objeto utilizado. Me regaló un libro suyo de xilografías y textos que tituló Ciudad Nezahualcóyotl, hoy Neza (1998), donde hay un texto para leerse en el espejo, entre muchos otros que buscan emular el ritmo del habla de la calle. Quería hacer uno libro parecido para cada colonia de la Ciudad de México.
Zanabria era muy inquieto. Pintaba, hacía objetos, titulaba sus exposiciones con humor, “Correteando la tortilla”, por ejemplo. Hizo una obra de teatro que llamó El ojo en la mollera, que grabó en un cassette que incluyó en un libro objeto de cartón, que además llevaba unos grabados de la escenografía y el texto de la obra, por supuesto. Publicó también un libro de cuentos: Eme o el triunfo de los apaches. Fue elogiado por Juan García Ponce y Jaime Moreno Villarreal.
Asistí dos veces a exposiciones suyas en la Galería López Quiroga. La primera en 1998 y la segunda que titularon La vida fugitiva en 2001. Esta última realmente era cautivadora, de una delicadeza rotunda. La fragilidad de la vida estaba ahí vibrante en cada trazo, sostenida apenas por papel, trazos de agua, y colores.
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