Jaime Sabines es uno de esos personajes cuya fama los precede, a veces incluso más que su obra. ¿En qué sentido? En que se trata de un autor conocido, célebre, pero no siempre leído. En 1997, por ejemplo, ocurrió uno de los eventos más notables en la historia de la poesía mexicana, cuando Sabines protagonizó una lectura pública de su obra en la Sala Nezahualcóyotl de Ciudad Universitaria, la cual no solo estuvo abarrotada, sino que, lo más importante, quedó profundamente conmovida (un logro que, por ejemplo, Octavio Paz nunca pudo presumir).
La celebridad es polémica, despierta pasiones, enfrentamientos y aun enconos. Hay quien celebra la poesía de Sabines y otros que la denostan. Algunos se complacen en su emotividad y otros la aborrecen. Se le tilda de cursi, pero también se dice que fue un genio de la lírica. ¿Cómo saber qué bando tiene la razón?
Sencillo: leyéndolo, y formándonos a partir de eso un juicio propio. Tanta admiración es sospechosa, pero sin duda es posible que no sea gratuita.
A continuación compartimos 3 poemas breves de Jaime Sabines con ese único propósito: ofrecer una pequeña muestra de una obra amplia, prolífica, que, por lo menos, causó mella en la sensibilidad de muchísimos lectores.
Me dueles
Mansamente, insoportablemente, me dueles.
Toma mi cabeza. Córtame el cuello.
Nada queda de mí después de este amor.
Entre los escombros de mi alma, búscame,
escúchame.
En algún sitio, mi voz sobreviviente, llama,
pide tu asombro, tu iluminado silencio.
Atravesando muros, atmósferas, edades,
tu rostro (tu rostro que parece que fuera cierto)
viene desde la muerte, desde antes
del primer día que despertara al mundo.
¡Qué claridad de rostro, qué ternura
de luz ensimismada,
qué dibujo de miel sobre hojas de agua!
Amo tus ojos, amo, amo tus ojos.
Soy como el hijo de tus ojos,
como una gota de tus ojos soy.
Levántame. De entre tus pies levántame, recógeme,
del suelo, de la sombra que pisas,
del rincón de tu cuarto que nunca ves en sueños.
Levántame. Porque he caído de tus manos
y quiero vivir, vivir, vivir.
El peatón
Se dice, se rumora, afirman en los salones, en las fiestas, alguien o algunos enterados, que Jaime Sabines es un gran poeta. O cuando menos un buen poeta. O un poeta decente, valioso. O simplemente, pero realmente, un poeta.
Le llega la noticia a Jaime y éste se alegra: ¡qué maravilla! ¡Soy un poeta! ¡Soy un poeta importante! ¡Soy un gran poeta!
Convencido, sale a la calle, o llega a la casa, convencido. Pero en la calle nadie, y en la casa menos: nadie se da cuenta de que es un poeta. ¿Por qué los poetas no tienen una estrella en la frente, o un resplandor visible, o un rayo que les salga de las orejas?
¡Dios mío!, dice Jaime. Tengo que ser papá o marido, o trabajar en la fábrica como otro cualquiera, o andar, como cualquiera, de peatón.
¡Eso es!, dice Jaime. No soy un poeta: soy un peatón.
Y esta vez se queda echado en la cama con una alegría dulce y tranquila.
Yo no lo sé de cierto
Yo no lo sé de cierto, pero supongo
que una mujer y un hombre
un día se quieren,
se van quedando solos poco a poco,
algo en su corazón les dice que están solos,
solos sobre la tierra se penetran,
se van matando el uno al otro.
Todo se hace en silencio. Como
se hace la luz dentro del ojo.
El amor une cuerpos.
En silencio se van llenando el uno al otro.
Cualquier día despiertan, sobre brazos;
piensan entonces que lo saben todo.
Se ven desnudos y lo saben todo.
(Yo no lo sé de cierto. Lo supongo.)
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